sábado, 14 de octubre de 2006

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Última charla II

Se cerró la puerta a sus espaldas. Había salido del despacho con bastante prisa, pero ahora el mundo se le había detenido y no marchaba su reloj.

«¡Entra! ¡Entra y dile que lo amas! ¡Evita que él firme! ¡Evítalo!», le decía una voz dentro de su cabeza. «Yo lo amo con todo mi corazón, pero no es justo que comience a mendigarle amor. Él ya no me ama pues si lo hiciera no firmaría, o, por lo menos, me hablaría acerca de nosotros, pero no lo hace. Fui una estúpida pensando que esa noche romántica serviría para algo, aunque sí sirvió… para dar una idea de lo loca que puedo estar. Cumplí mi palabra, ahora es libre».

Amanda siguió su camino hasta las escaleras y comenzó a descenderlas. Se obligaba a dar cada paso; persuadía a su mente para que pensara que irse era lo mejor, pero su corazón no le escuchaba. Al salir miró la calle y los autos se movían lentamente, muchas cosas ya no tenían mucho sentido.

Al frente de aquel edificio estaba un parque, caminó hasta él y buscó un banquito donde sentarse del otro lado del lago. Se sentó y esperó. Su mirada permanecía baja, miraba la grama y miraba sus manos; los sonidos los percibía como lejanos, muy lejanos; el viento movía sus cabellos debajo de aquella sombra del árbol, y las hojas también eran mecidas.

Pasaron minutos, pero parecían horas.

–¡Así que aquí estás!–, se escuchó una voz masculina. –Te estaba buscando, sentí que estarías cerca y a lo lejos te vi. ¿Puedo sentarme?

Ella asintió. Él se sentó mirando al horizonte. Amanda permaneció en silencio.

Transcurrieron algunos minutos. A lo lejos se veía jugar a los niños, un señor vendía helados y algunos estudiantes repasaban sus apuntes.

–¿Por qué? ¿Por qué la cena? Es todo lo que quiero saber.

–¿Qué caso tiene ahora, Carlos? Ya eso no tiene ninguna importancia.

–Pues aún así, quiero saberlo–, le dijo mirándola a los ojos.

–Está bien. Ya nada nos ata y puedo expresarme, aunque no importe ni un comino lo que diga o deje de decir. Cuando sentí que te había perdido busque mil y una cosa que pudiera hacer para que me perdonaras, pero todo lo que encontré fue una profunda: nada. Lo único que tenía a mi alcance, y que valía más, era mi amor. Quería tener una oportunidad de demostrarte lo que aún sentía, pero me rechazabas y me despreciabas por haber estado con otro hombre. Fue muy difícil para mí mirar tus ojos en aquellos momentos–, y volteó su mirada hacia el lago para evitar los ojos de Carlos. –Eres un hombre orgulloso, cualquier cosa que hiciera jamás tocaría tu corazón y así pasó ¿no? Todo aquel teatro quedó como una locura, pero disponía del único ambiente que pudo haberme ayudado: el inicio, sin ser nada no pudo haber existido traición alguna y ése era el pensamiento que quería alejar: traición. Me amabas, pero por un momento lo olvidé. Me odiaste y eso marcó el resto de mi existencia. Es gracioso, por un instante creí que habías cedido, pero no fue así. Por un instante creí que tu amor podría perdonarme, como yo lo hice otras veces, y que no ibas a dejarme sola como yo nunca lo hice.

–Yo nunca tuve nada con mi secretaria–, le confiesa. –Pero sí se lo propuse alguna vez, y me rechazó.

Amanda sintió rabia y celos, pero se contuvo.

–Yo también me equivoqué, pero lo que tú hiciste jamás podría perdonarlo. Es más normal que un hombre traicione, pero su mujer no. El pensar que ese hombre te había tocado como yo lo hice me puso muy mal; el pensar que había estado dentro de ti era devastador... ¡Eras mi esposa! ¡Mi mujer!

–Es sólo machismo, tú no entiendes.

–¿Qué se supone que debo entender?

–Tú no estabas para mí, tú estabas en tu trabajo, en tus deberes, tus asuntos y tu vida. Llegabas y querías un masaje, pero nunca me preguntaste si yo necesitaba uno. Si yo quería una pequeña muestra de afecto simplemente estabas muy cansado para regalarme una caricia. ¿Desde cuándo no íbamos a un parque a caminar? ¿Desde cuándo no visitábamos un cine? ¿Cuándo fue la última vez que me compraste una rosa? ¿Cuándo fue la última vez que realmente me hiciste el amor con amor? ¿Cuándo tu trabajo se encargó de hacerte olvidar cómo tocarme? ¿Cuándo tus besos pasaron a ser obligación? ¿Crees que no me fijaba cómo mirabas a otras chicas? ¿Me creías tan idiota y ciega? Durante mucho no dije ni hice nada, total yo era la señora y la señora no se rebaja a dar espectáculos de celos; la señora es la de la casa, la fiel, la que “entiende” que el marido debe trabajar hasta tarde todos los días del mundo. La duda de la secretaria sólo fue la gota que derramó el vaso. No creas que eras al único que miraban; tuve propuestas así como tú propusiste a esa secretaria, pero no las acepté. La primera sí me escandalizó tengo que admitirlo, bueno es que no esperaba que tu mejor amigo me propusiera tal cosa.

–¿Cómo?–, Carlos la mira sorprendido. –¿Por qué estás diciendo eso?

–Sólo estoy diciendo la verdad. No tengo por qué mentir. Como esposa me callé mucho, pero como ya eso es tiempo pasado se acabó; quieres la verdad entonces tendrás la verdad.

–Si tanto te obstinaba que yo no te prestara atención, si eras y eres tan libre de hacer lo que piensas y actuar como más te beneficie, ¿por qué entonces no me dejaste?

–Por la misma razón por la cual te casaste conmigo, a pesar de saber que yo no le caía bien a tu familia.

–Son dos situaciones muy distintas, yo me casé porque te amaba y ellos no tenían derecho de decirme qué debía hacer o sentir.

–Yo aguanté todo porque te amaba y me repetía: él también lo hace.

–¿Lo hiciste por despecho?

–Sí–, y volvió su vista a los chicos que jugaban con una pelota. –No fue tan diferente de tus aventuras: salías con alguien y ya. Pero lo que más te molesta y le molestaría al mundo es que fue una mujer la que fue infiel. Eso me vuelve una cualquiera ¿no?

Transcurrieron unos instantes hasta que ella terminó diciendo.

–Ya debo irme, debo buscar mi equipaje y llegar temprano a la estación de autobuses–, se levantó y tomó su cartera.

Carlos no dijo nada. Ella empezó a caminar, pero luego de un par de pasos él la llamó:

–¡Amanda!

Ella se volteó.

–¿Aún me amas?–, y se levantó de su asiento.

Ella lo miró a los ojos, él parecía ansioso por saber la respuesta aunque levemente se le notaba. Se tomó el tiempo para responder, acomodó su cartera en el brazo.

–No–, sólo eso dijo, se volteó y se fue al cuarto que había alquilado.

–¡Yo tampoco!–, dijo él subiendo el tono de voz para que ella pudiera escucharlo a pesar de los pasos que ya los separaban.

Amanda llegó a una residencia sencilla. Fue al cuarto donde estaban todas sus cosas, no podría llevárselas de una vez así que tomó las maletas con el contenido más indispensable y acomodó bien todo lo demás. No sabía si enviaría a alguien después o si dejaría todo eso para que el dueño lo vendiera cuando viniera a desalojarla a fin de mes.

Sobre la cama colocó la blusa y los pantalones que se pondría luego de tomar una ducha. Después se sentó en silencio mientras miraba las cajas en un rincón que contenían fotos, libros y otras cosas. Miró su reloj y vio que se hacía tarde, se metió rápidamente al baño y luego se arregló. Antes de maquillarse tomó unos minutos para desahogarse llorando un poco, mientras mantenía sus manos tapando sus ojos. Se calmó y terminó de ordenar todo. Agarró sus maletas y miró una última vez aquel cuarto que le había servido de refugio algunos días, aquellas cuatro paredes la habían visto llorar en horas la misma cantidad de lluvia que cae del cielo en un día.

Abrió la puerta mientras mantenía su mirada baja y enfrente de ella estaba él, subió su mirada bastante sorprendida.

–¿Qué haces aquí?

–Te seguí. No te vayas.

Ella se extrañó por ese último comentario, y él notó la expresión en su rostro.

–Es que...–, él titubea un poco. –La persona que lleva el caso dijo que aún había algo que se debía arreglar, y que nos necesitaba cerca para convocarnos.

–Mira se está haciendo tarde y pronto oscurecerá, yo debo irme porque mi autobús va partir y no pienso perderlo–, le dijo con un poco de rudeza. –Si ella me necesita para lo que quiera yo después le diré mi nueva ubicación. Si es por la partición de bienes, ya tienes el poder firmado y no entiendo por qué tanto pero. Así que, yo me voy y hablamos cuando tenga tiempo, ¿bien? Adiós.

Se alejó rápidamente, tomó un taxi y se fue a la estación.

La tenía inquieta ese comentario pues significaba tener que verlo de nuevo. Para ir a la estación debía pasar por el frente del parque, y, por ende, por aquel edificio así que le pidió al taxista parar unos minutos mientras ella se aseguraba de lo que Carlos le había dicho. En ese momento venía de salida la encargada de su caso, la detuvo unos instantes disculpándose por la molestia que pudiera causar.

–Usted me había dicho que con las firmas quedaba todo listo.

–Pues sí, con su firma y la de su esposo quedarán separados. ¿Sabe? Me alegra lo que han decidido, creo que es una oportunidad que deberían aprovechar. Hoy iba tener un record de cinco divorcios, pero no llegué al número y eso me alegra.
Amanda se extraña y no entiende lo que le ha querido decir. Su acompañante se da cuenta de que ella no ha entendido nada.

–¿Ya usted habló con su esposo?

–¿Mi esposo?–, le dice más confundida que nunca.

–Pues sí. Mientras él no firme seguirá siendo su esposo.

Amanda se quedó paralizada, su corazón empezó a latir muy rápido y sentía que se le iba salir. Quería contestar algo, pero sólo titubeaba, hasta que por fin dijo:

–Debo irme... gracias por todo.

Ya estaba oscuro. La noche había llegado con una noticia que ella quería escuchar horas antes, pero ahora ya no sabía qué hacer. Se subió al taxi y el chofer le preguntó que si aún quería ir a la estación de autobuses, ella lo miró como pensando y le dijo:

–Sí, por favor, lléveme lo más rápido que pueda sino perderé mi autobús.

El autobús salió a la hora programada.

Carlos llegó bastante fatigado a casa, había sido un día muy complicado. Tomó un baño y se preparó unos emparedados. Se fue hasta la sala y encendió el televisor, estaban pasando noticias en un canal y en los otros una programación aburrida; pensó en ver una película, pero no tenía ánimos; ni siquiera quería ver un partido de fútbol. Llovía a cántaros. Apagó la TV y el teléfono móvil. Dejó lo que quedaba de su emparedado en la mesa, tampoco acabó su jugo. Se acostó en el sofá con el brazo en su frente mientras pensaba. Se levantó súbitamente y tomó algo que estaba sobre la mesita, después se volvió acostar en la misma posición mientras sonaban algunos truenos.

Fue entonces cuando escuchó unos ruidos en el jardín del frente. Se levantó a investigar y miró por la ventana, luego fue hasta la puerta y salió al porche mientras veía el espacio donde estaban los pequeños arbustos. Allí estaba ella en medio de la lluvia. Se volteó hacia él y él comenzó a caminar al sitio. Las gotas no tardaron mucho en empapar su ropa.

–¿No te dijo tu mamá que mojarse de esa manera podría causarte un resfriado?–, le sonreía.

Ella lo miraba mientras sonreía también.

Pausadamente fue extendiendo su mano hacia el rostro de él, y lo recorrió con la yema de sus dedos desde la altura de los ojos hasta los labios.

–He dicho tantas cosas, pero no he dicho lo más importante y lo más difícil–, Amanda le decía mirando sus ojos. –Me equivoqué, nos equivocamos. Y sé que quizás no merezca tu perdón, pero quiero decirte que yo sí te perdono–, sus lágrimas se mezclan con las gotas de lluvia. –El orgullo nunca me dio la felicidad, esos momentos me los dio el amor. Yo te amo, pero aceptaré lo que tú decidas. Me quedaré o me iré si tú me lo pides. Perdóname.

Luego ella se acerca a él y lo abraza colocando su cabeza sobre su hombro. Se queda muy quieta mientras siente el calor de su pecho. Ésa, quizás, sería la última vez que lo abrazaría así que tardó unos instantes antes de soltarlo.

Lo volvió a mirar y suspiro ya resignada, el silencio le daba a entender cuál había sido su decisión. Pensó en regresar a la habitación alquilada y, por la mañana, se iría en el primer autobús. Se alejó un par de pasos y le dio la espalda. Antes de comenzar su marcha, se quedó mirando una rosa que estaba en el piso: la lluvia era despiadada con ella, pero era fuerte y no se dejaba quitar sus pétalos tan fácilmente; se mantenía luchando a pesar de las circunstancias. Amanda pensaba que ella debía hacer lo mismo, sonrió y miró al frente donde la esperaba un nuevo rumbo, una nueva lucha... una nueva vida. Con toda la firmeza y decisión que podía tener en ese momento se preparaba para dar ese primer paso, pero antes de que pudiera despegar el pie del piso se escuchó la voz masculina que le decía:

–Yo también te amo... y te perdono.

Un relámpago violento se llevó todas sus ideas y pensamientos, la dejó en blanco. La lluvia seguía rodando por su rostro y cuerpo. Se volteó y él seguía mirándola con una sonrisa. Él extendió su mano con el puño cerrado, ella se acercó un paso hacia él, abrió el puño y allí estaban: sus anillos.

–Hasta que la muerte nos separe, ¿cierto?

–Sí, hasta que la muerte nos separe.

Cada uno puso el anillo al otro, luego se abrazaron y se besaron.

Amanda le dijo que era mejor entrar a la casa, sino por la mañana los dos estarían muy resfriados. Prepararon chocolate y ella terminó vistiendo una camisa de él.

–Tengo que decir amor que te queda muy sexy mi camisa. Deberías ponértelas más a menudo.

–La verdad son cómodas así que lo pensaré.

–Te amo.

–Y yo a ti.

–¡El que llegué de último al cuarto, limpia la casa!

–¡No! ¡Eso es trampa! ¡Ven acá!



Waldylei Yépez



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008.Última charla II.Colección Mi respuesta.Waldylei Yépez.docx
14/10/06 01:07 a.m.
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